26.8.13

La cultura y el tiempo que nos queda. Artículo de Xavier Mercé

Con frecuencia la gente de la cultura se comporta como una élite social. Nos cuesta entender la mirada ajena, comprender la extrañeza con la que tantas personas nos observan, poco predispuestas a concedernos el minuto de gloria que exigimos en cualquier conversación o la aceptación inmediata de nuestras reivindicaciones.
Somos pajaritos que vuelan al ritmo de una historia gloriosa, sin recordar que lo único que nos justifica es un constante y trabajoso compromiso social.  No es gratuito el comentario. Si alguien quiere tomarse la molestia, les recomiendo que lean el último libro de Antonio Muñoz Molina “Todo lo que era sólido”, un contundente mea culpa que no puede dejar indiferente a ningún miembro de este plenipotenciario sector cultural que hemos desarrollado en la España democrática.

Confieso que empecé el libro buscando alguna justificación legítima que pudiera perdonar la parte que me toca en este proceso de destrucción que hemos sometido al autentico sentido de una política cultural. Confieso igualmente que me rendí rápido a la evidencia, reconociendo en múltiples pasajes del libro situaciones cercanas de las cuales fui cómplice, más por omisión que por actuación, pero cómplice al fin y al cabo.  Los procesos de reinvención deben empezar con un momento de autocrítica; no se vale el “y-tú-más” o el “efectivamente-algunos-lo-hacían”. La historia da argumentos a los que quieren cambiarla y eso vale para los progresistas y para los reaccionarios.

Más allá del IVA y de los recortes presupuestarios que a veces parecen gozar de una alta comprensión popular (no olvidemos que, lamentablemente, la cultura no es materia de consumo ni goce mayoritario), lo que se está debatiendo en estos momentos es el papel que la cultura juega en nuestra sociedad. La subida del IVA ha destrozado los justísimos encajes económicos de un sector empresarial muy precario y los recortes presupuestarios han puesto en evidencia un sector creativo que apenas ha dedicado atención a la necesidad de justificarse ante un público real o, si se quiere, que poco se ha preocupado de crear un consumo creciente. Empresas pobres y creadores con cierta tendencia al ensimismamiento, al autismo artístico y al sindicalismo vertical que justifica un statu quo exento de  crítica y con nulo contraste social.

Por supuesto que hay excepciones: muchas, afortunadamente, aunque éste no es el tema de debate. La excepción en el escenario cultural español es lo que triunfa, no lo que fracasa, lo cual debería ser, a todas luces, el primer elemento de debate en todo encuentro cultural.

El problema de la cultura en España es que la derecha conservadora (y elimino con ello a la extrema derecha rancia y reaccionaria) con la cobertura intelectual de algunos liberales influyentes, no cree que el Estado deba soportar económicamente la producción de contenidos culturales ni que el mantenimiento de un programa de servicios culturales amplio sea una prioridad política. Esa idea, en la misma medida que la contraria fue un signo de identidad de la izquierda progresista (y elimino con ello la izquierda planificadora y estajanovista), crea inevitablemente discurso.

Y ahora el discurso es liberalizador, nos remite al mercado y nos convierte en un sector económico que se justifica en la medida que consigue vender sus productos o desaparece en la medida que no lo consigue. A juicio de esta visión política hay, evidentemente, pequeños escenarios en los cuales el papel del Estado no debe discutirse (dentro de los límites de la viabilidad presupuestaria) que no son otros que aquellos que nos homologan al común denominador internacional y al mantenimiento patrimonial: la opera, los grandes museos de arte, las bibliotecas…

No somos ajenos a este debate ideológico. De hecho, se venía venir. Durante algunos años el Partido Popular estuvo preparando un contundente programa de inhibición cultural con argumentos razonablemente sólidos como la evidente ineficacia de algunos programas de subvenciones, la escasa rentabilidad de algunos sectores o los mecanismos alimenticios de ciertas prácticas culturales. La tendencia extendida en municipios y gobiernos autónomos en convertir la cultura en fiesta, fasto y representatividad identitaria era, por contra, un modelo de actuación aplaudido por el sector artístico y muy escasamente juzgado con ojos críticos. De hecho nunca abrimos la boca para impedir lo que elaboraba la derecha, ni tuvimos las agallas de cuestionar lo que practicaba la izquierda.

Analizar lo que está sucediendo con la cultura española, el alejamiento creciente de toda centralidad política y la falta de interés social que genera en momentos de crisis, evidencia un  profundo fracaso intelectual y sectorial. Por ello afirmo que, técnicamente y a medio plazo, la derecha española ha ganado la primera batalla.

Pero aún aceptando los errores cometidos que son muchos y graves y sabiendo que la autocrítica imprescindible para refundar nuestro sistema cultural aún está por hacer, afirmo igualmente que el debate real no es técnico sino ideológico y que una sociedad que no consiga articular un sector cultural amplio y estable muere de inanición, secuestrada por los demás (otros sistemas culturales realmente amplios y estables) y no progresa social ni económicamente. La cultura tiene la palabra. Puede tomarla o puede esperar  que las cosas vuelvan a un lugar al que nunca debieron llegar. Esa es la cuestión.

Incluso aceptando que el mercado se convierta en el arbitro de nuestra vida cultural (que no es mi caso), la cultura necesita una política sectorial. Hay centenares de elementos que la cultura no puede resolver por si sola a poco que conservemos una cierta preocupación social y mantengamos vigentes los sagrados principios del Estado del Bienestar y este debate sobrepasa, de mucho, la legítima reivindicación de la ayuda pública o el pago puntual de una subvención.

La crisis apela a la cultura y exige que su voz, seca o ronca, original o penitente, se alce sin dilación y reivindique su contribución al progreso social. No sobra el tiempo; a poco que callemos otros ocuparán nuestro espacio llenándolo de imaginarios ajenos doblemente eficaces y contundentes, sin dejarnos, también lo afirmo, capacidad de reacción.