Con
frecuencia la gente de la cultura se comporta como una élite social. Nos cuesta
entender la mirada ajena, comprender la extrañeza con la que tantas personas
nos observan, poco predispuestas a concedernos el minuto de gloria que exigimos
en cualquier conversación o la aceptación inmediata de nuestras
reivindicaciones.
Somos
pajaritos que vuelan al ritmo de una historia gloriosa, sin recordar que lo
único que nos justifica es un constante y trabajoso compromiso social. No es gratuito el comentario. Si alguien
quiere tomarse la molestia, les recomiendo que lean el último libro de Antonio
Muñoz Molina “Todo lo que era sólido”, un contundente mea culpa que no puede
dejar indiferente a ningún miembro de este plenipotenciario sector cultural que
hemos desarrollado en la España democrática.
Confieso
que empecé el libro buscando alguna justificación legítima que pudiera perdonar
la parte que me toca en este proceso de destrucción que hemos sometido al
autentico sentido de una política cultural. Confieso igualmente que me rendí
rápido a la evidencia, reconociendo en múltiples pasajes del libro situaciones
cercanas de las cuales fui cómplice, más por omisión que por actuación, pero
cómplice al fin y al cabo. Los procesos
de reinvención deben empezar con un momento de autocrítica; no se vale el “y-tú-más”
o el “efectivamente-algunos-lo-hacían”. La historia da argumentos a los que
quieren cambiarla y eso vale para los progresistas y para los reaccionarios.
Más allá
del IVA y de los recortes presupuestarios que a veces parecen gozar de una alta
comprensión popular (no olvidemos que, lamentablemente, la cultura no es
materia de consumo ni goce mayoritario), lo que se está debatiendo en estos
momentos es el papel que la cultura juega en nuestra sociedad. La subida del
IVA ha destrozado los justísimos encajes económicos de un sector empresarial
muy precario y los recortes presupuestarios han puesto en evidencia un sector
creativo que apenas ha dedicado atención a la necesidad de justificarse ante un
público real o, si se quiere, que poco se ha preocupado de crear un consumo
creciente. Empresas pobres y creadores con cierta tendencia al ensimismamiento,
al autismo artístico y al sindicalismo vertical que justifica un statu quo
exento de crítica y con nulo contraste
social.
Por
supuesto que hay excepciones: muchas, afortunadamente, aunque éste no es el
tema de debate. La excepción en el escenario cultural español es lo que triunfa,
no lo que fracasa, lo cual debería ser, a todas luces, el primer elemento de
debate en todo encuentro cultural.
El
problema de la cultura en España es que la derecha conservadora (y elimino con
ello a la extrema derecha rancia y reaccionaria) con la cobertura intelectual
de algunos liberales influyentes, no cree que el Estado deba soportar
económicamente la producción de contenidos culturales ni que el mantenimiento
de un programa de servicios culturales amplio sea una prioridad política. Esa
idea, en la misma medida que la contraria fue un signo de identidad de la
izquierda progresista (y elimino con ello la izquierda planificadora y
estajanovista), crea inevitablemente discurso.
Y ahora
el discurso es liberalizador, nos remite al mercado y nos convierte en un
sector económico que se justifica en la medida que consigue vender sus
productos o desaparece en la medida que no lo consigue. A juicio de esta visión
política hay, evidentemente, pequeños escenarios en los cuales el papel del
Estado no debe discutirse (dentro de los límites de la viabilidad
presupuestaria) que no son otros que aquellos que nos homologan al común
denominador internacional y al mantenimiento patrimonial: la opera, los grandes
museos de arte, las bibliotecas…
No somos
ajenos a este debate ideológico. De hecho, se venía venir. Durante algunos años
el Partido Popular estuvo preparando un contundente programa de inhibición
cultural con argumentos razonablemente sólidos como la evidente ineficacia de
algunos programas de subvenciones, la escasa rentabilidad de algunos sectores o
los mecanismos alimenticios de ciertas prácticas culturales. La tendencia
extendida en municipios y gobiernos autónomos en convertir la cultura en
fiesta, fasto y representatividad identitaria era, por contra, un modelo de
actuación aplaudido por el sector artístico y muy escasamente juzgado con ojos
críticos. De hecho nunca abrimos la boca para impedir lo que elaboraba la
derecha, ni tuvimos las agallas de cuestionar lo que practicaba la izquierda.
Analizar
lo que está sucediendo con la cultura española, el alejamiento creciente de
toda centralidad política y la falta de interés social que genera en momentos
de crisis, evidencia un profundo fracaso
intelectual y sectorial. Por ello afirmo que, técnicamente y a medio plazo, la
derecha española ha ganado la primera batalla.
Pero aún
aceptando los errores cometidos que son muchos y graves y sabiendo que la
autocrítica imprescindible para refundar nuestro sistema cultural aún está por
hacer, afirmo igualmente que el debate real no es técnico sino ideológico y que
una sociedad que no consiga articular un sector cultural amplio y estable muere
de inanición, secuestrada por los demás (otros sistemas culturales realmente
amplios y estables) y no progresa social ni económicamente. La cultura tiene la
palabra. Puede tomarla o puede esperar
que las cosas vuelvan a un lugar al que nunca debieron llegar. Esa es la
cuestión.
Incluso
aceptando que el mercado se convierta en el arbitro de nuestra vida cultural
(que no es mi caso), la cultura necesita una política sectorial. Hay centenares
de elementos que la cultura no puede resolver por si sola a poco que
conservemos una cierta preocupación social y mantengamos vigentes los sagrados
principios del Estado del Bienestar y este debate sobrepasa, de mucho, la
legítima reivindicación de la ayuda pública o el pago puntual de una
subvención.
La crisis
apela a la cultura y exige que su voz, seca o ronca, original o penitente, se
alce sin dilación y reivindique su contribución al progreso social. No sobra el
tiempo; a poco que callemos otros ocuparán nuestro espacio llenándolo de
imaginarios ajenos doblemente eficaces y contundentes, sin dejarnos, también lo
afirmo, capacidad de reacción.